Manzanares


Manzanares
Leonardo Maldonado

Érase una vez un niño que vivía con su madre en una casita rodeada de enormes huertos de manzanos al lado de un camino que conducía a la montaña. Esos huertos de manzanos habían sido el paisaje que Emmanuel conoció desde que abrió los ojos a la vida, trabajando en cada árbol al lado de su abuelo y de su padre. Aprendió todo lo que estaba relacionado con la atención y cuidado que requería cada árbol para que diera frutos más perfectos de la región. Acostado entre los manzanos miraba al cielo y se sentía protegido y seguro como si estuviera entre familiares y amigos. Era como si la sabia que corría por esos árboles y su propia sangre pertenecieran a un mismo género. Amaba tanto a sus manzanos, que todo el tiempo que tenía libre, al terminar las clases, lo dedicaba a abonar, limpiar y arreglar las huertas, cantando y disfrutando de las ricas manzanas que los árboles le regalaban, dejándolas caer suavemente a su lado cuando descansaba después de terminar sus tareas. Le bastaba estirar la mano con los ojos cerrados para saber con seguridad absoluta de que encontraría un fruto redondo y dulce a su alrededor.
Con el paso de los años Emmanuel se convirtió en un jovencito. Al terminar la secundaria emigró a la ciudad para continuar con sus estudios en agronomía. Amaba el estudio y con su nueva vida pronto se acostumbró a la ausencia. Extrañaba a su madre y a sus manzanos pero sabía que su ausencia sería temporal por lo cual se esforzaba en sacar buenas notas y pasarla bien con sus amigos. Cuando llegaron las vacaciones no regresó a casa porque se fue a conocer el resto del país con otros compañeros de la escuela y poco a poco con el paso de los días, la imagen de sus queridos huertos fue perdiendo fuerza hasta convertirse en solo un sueño que había vivido.
Un día que estaba en la cafetería de la universidad tomando un receso después de un examen, vio un cartel en la pared en el cual una bella bailarina de cabello corto y labios rojos alzaba los brazos al cielo como si algo le fuera a llegar del cielo. Aquella bella imagen parecía seguirlo con sus ojos grandes y le producía un sentimiento extraño de alivio e intriga. Lo mas interesante era que aquella bailarina estaba sentada sobre una manzana gigante lo cual llamó poderosamente su atención por la relación que había tenido con esos frutos de los que sabía todo.
Regresó al café del Molino una y otra vez, siempre para mirar la imagen de su bailarina. Se sentaba frente al mostrador y disfrutaba del café y el pan que hacían ahí cada mañana, recordando su infancia y la estrecha conexión que había tenido con aquellos frutos, árboles y huertos de manzanas.
Cuando por fin terminó su carrera regresó a su pueblo para pasar allí algunos meses y decidir cual el siguiente paso a tomar en su vida. Al bajarse del autobús, todo el mundo lo saludaba dándole la bienvenida. Era una tarde de domingo, día en que los habitantes de las comunidades de la sierra bajaban a vender sus animales e intercambiar semillas para la siembra. Se escuchaba el bullicio de la gente y el cantar de los gallos en los patios. Al entrar en la casa lo recibió una muchachita de mejillas arreboladas a quien nunca había visto, pensó que sería una ayudante de su mamá por lo que le sonrió y le dijo:
-¿Cómo te llamas?
-Isadora- contestó la muchacha ruborizándose
-Mucho gusto, yo soy Emmanuel, el hijo de doña Carmina.
Llegó a la cocina y abrazó a su mamá. Le pareció mas hermosa que nunca y se sintió feliz de estar en casa. Saboreando el almuerzo y la comida de su madre que nadie hacía como ella, le contó sobre su vida en la universidad y lo mucho que había deseado el regreso a casa y a sus huertos.
Doña Carmina lo miraba con ojos dulces mientras le servía el café. Se le iluminaba el semblante al ver a su muchacho ya con pintas de madurez que hablaba con la elocuencia de un universitario.
-Oyé, má, ¿Quién es la muchacha que me abrió la puerta?
-Es la hija de don Silvio, el que me trae la leña y me ayuda en la casa. Vive aquí desde que te fuiste.
Agotado por el largo viaje Emmanuel se despidió de su madre y se retiró a descansar. Isadora le había preparado un baño con hojas de alcanfor para que durmiera bien.
Esa noche lo despertó una pesadilla que no pudo recordar pero que lo había asustado mucho. Su corazón latía con fuerza y sintió que había envejecido al ver en el espejo sus aterrados ojos de luciérnaga. De repente un olor a manzana y a canela invadió su habitación. El olor se colaba por las ventanas y por debajo de la puerta impregnando su alma con una tranquilidad que aclaró la noche y le permitió hundirse en un sueño profundo y reparador.
A la mañana siguiente se levantó casi con el alba. Lo despertó el deseó apremiante de recorrer los territorios de su infancia, lugares cuyo aroma había invadido su habitación la noche anterior y le había regresado el júbilo de vivir. Estaba ansioso de caminar nuevamente por aquella su huerta y captar por los poros de su cuerpo ese olor a tierra húmeda, a manzanares y a frutos maduros. Pero no encontró las manzanas que esperaba, las que lo habían arropado con su perfume durante la noche, permitiéndole dormir, librándolo del terror nocturno de su pesadilla.
Recorrió los huertos y los encontró descuidados, casi destruidos por los parásitos, la maleza y la falta de atención, no había manzanas por ninguna parte. Regresó a su casa desconcertado. Isadora mientras tanto, arreglaba una maceta junto a la ventana de la cocina, silenciosa y bella como siempre. Al acercarse a ella, Emmanuel percibió nuevamente el mismo olor a manzana que había invadido su habitación la noche anterior. A la hora del almuerzo se dio cuenta de que aquel olor se intensificaba, la comida tenía gusto a manzana, el aire que entraba por la ventana, el agua que bebía, todo lo que comía dejaba en sus labios el dulce sabor de las manzanas. Le contó a su madre sobre la pesadilla que había tenido, sobre su paseo por los huertos y su determinación de rehabilitarlos con sus cuidados. Le preguntó también si ella percibía aquel olor que no sabía de dónde venía y le recordaba los días de su infancia en los que se trepaba a los manzanos. Doña Carmina no supo que responder y le dijo que no lo había notado.
Conforme pasaron los días el olor siguió presente en la casa y Emmanuel se acostumbró a dejarse envolver en la magia de ese perfume. Siempre que veía a Isadora, recordaba a la bailarina del café de la universidad ya que ambas tenían cierto parecido y observando más a fondo los hechos, comenzó a relacionar la presencia de Isadora con el mágico olor a manzana que le daba paz. Con el paso de los días comprendió que dependía del perfume de las manzanas para sentirse en paz, protegido y seguro. Aquel descubrimiento lo sorprendió mucho y a la vez le preocupó porque se dio cuenta de que necesitaba ver a Isadora para sentir calma. Por las noches sentía un miedo que nunca antes había sentido, después de quedarse dormido a media noche lo despertaban las pesadillas que solo se ahuyentaban al sentirse envuelto en el manto protector del perfume. Cada día trataba sin éxito de volver a ser el mismo y esta dependencia no le gustaba porque siempre había sido muy independiente y libre, entonces se propuso a investigar el misterio de los hechos que habían cambiado su vida.
Tanto se empeñó Emmanuel en descifrar el misterio del perfume que olvidó la fecundidad de la primavera, sus planes de continuar estudiando e incluso olvidó a sus amigos de la infancia que se quedaron esperándolo en las fiestas del pueblo. A tal grado llegó su obsesión que decidió interrogar a Don Silvio cuando llegaba a la casa con su carga de leña sobre la espalda. Al verlo no pudo contenerse y le preguntó el porqué de la presencia de aquel olor y sobre el origen de Isadora. Titubeando y con una mirada que acusaba su ansiedad al sentirse descubierto, Don Silvio respondió:
-Sé de que me hablas, la verdad es que nunca había hablado con nadie sobre la identidad de Isadora.. Una tarde de invierno, unos meses después de que te marchaste de la ciudad, mientras me encontraba en el huerto abonando los árboles como tu lo hacías, de repente escuché la voz de un niño que lloraba y busqué entre los matorrales hasta que llegué al lugar de donde provenía el llanto. Ahí encontré a una niña desnuda bajo el manzano viejo. A pesar de que hacía frío, el cuerpecito de la niña estaba caliente y también percibí ese olor a manzana del que me hablas. Corrí a envolverla en una manta y la llevé a tu casa diciéndole a tu madre que era mi hija pero que yo no podía cuidarla, ella le abrió los brazos y la ha cuidado como si fuera su propia hija. Con el paso de los años me di cuenta de que la niña era diferente a los demás niños, muy bella y silenciosa…no le gustaba hablar mucho y cuando sonreía el mundo se impregnaba con olor a manzana. A solas cantaba en voz baja melodías que nunca antes había escuchado pero le trajo felicidad a tu madre…es muy buena muchacha y eso es todo lo que se.
Emmanuel quedó intrigado y desde entonces comenzó a observar a Isadora con el interés científico que le había despertado la extraña historia, Cada día trataba de acercarse más a ella, de infundirle confianza y de hacer que hablara. Conforme pasaba el tiempo se acostumbró al olor que emanaba aquella criatura silenciosa y bella, olor que le devolvía la alegría de vivir. Por fin un día se atrevió a preguntarle:
-¿De dónde vienes?
Isadora lo contempló por un momento con sus enormes ojos color de miel en los que se reflejaban los árboles del patio y con una voz muy dulce le respondió:
-Soy hija de los manzanos. Nací de los árboles que abandonaste en tu adolescencia quienes te extrañaron tanto que reunieron su energía para dar a luz a un ser humano que ocupara tu lugar. No los he cuidado como tú pero le he dado amor y compañía a tu madre….
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