Flores de otro tiempo

Por tantas razones el llanto. Y hoy es hoy y es tanto. Mi nombre no nombrado, alejado. Es otro tiempo fuera de espacios andados.
No hay nada más fértil para el alma que un paisaje infinito, yermo y desolado. ¿Qué hay más allá del vacío, de la nada, entre los ropajes de la necedad, de la oscura sensación de nada en sí?
Ya nada es como era, en casi ningún aspecto. Ni las palabras apenas, puro ejercicio estilístico con ínfulas de algo, pura banalidad, pura vacuidad, pura vanidad.
No siempre la mirada al pasado debería llevarnos al desasosiego, aunque a veces, por razones que se nos escapan y que son más profundas de lo que podemos imaginar, además de ignotas, nos hace estremecer. Es en esos momentos que dirijo la dirijo a la tibieza de aquellos ojos, a la primera. Necesitamos la franqueza para reconocernos y, en ese aspecto, yo nunca me engañé, aunque por necesidad, a veces también, le puse un velo de ausencia para sobrevivir.
Siempre, solo, hubo una. Y la muerte, tan contumaz como esclava, aparece agolpes, aun sabida, y se te clava y se te hunde.
Alrededor de la dulzura viví momentos excelsos, y todos, al margen de en los márgenes, con ella. Miradas y tactos, palabras. Ahora miro fuera de ella y es como si viese la vida apoyado en el alféizar de una entreabierta ventana y observase el erial de un cementerio de mí delante, plagado de cruces, algunas vencidas, desvencijadas otras, escuchando el horrible  graznido de un cuervo escarbando en la tierra en busca de lombriz o alguna defecación.
El humo elevándose, de un cigarrillo que pende entre los dedos de la mano, en volutas deformes que enmarcan su rostro y lo conforman más allá de la necesidad, casi hasta el éxtasis, con la sonrisa siempre en una boca que me fijaba como una serpiente cuyo veneno deseaba sentir bajo la piel, recorriéndome las venas, ahogando mi alma. El sabor de un beso tras otro, siempre dentro, en ella, en mí, en nosotros. Era pasión sentir los labios, acariciarlos, incluso en los lugares, en los tiempos, en que Dios no se sentía a gusto. ¿Los hay algunos? Era esencia de tacto y de más. Y lo buscábamos. Nos gustaba sentirnos. Nos gustaba gustarnos. Morir ahí dentro. Comulgarnos. ¿A qué saben los labios? Los suyos eran a mirra y a incienso, a viento y a mar, a silencio. Me bebía su aliento temprano de tabaco rubio y de saliva y de deseo. Hermoso atanor la boca donde se bebe el brebaje vital del que nos alimentamos como posesos, ansioso del otro hasta los días de la calamidad, cuando el sonido de las trompetas anunciaron la llegada de los últimos días, cuando una estrella ardiente secó todas las fuentes donde habíamos bebido con la delectación propia de la inconsciencia, de la ingenuidad, del desconocimiento. Nunca nada fue tan hermoso como aquella risa en la que mecí una vida, como aquella espiral de pétalos que envolvieron de aroma los años más hermosos de todo tiempo, donde todo era comienzo y el final solo entelequia, mera apariencia, inexistente si no era para despertar  y comenzar de nuevo. Nunca una risa dibujó líneas más livianas, más perfectas sobre piel alguna. Y jamás palabra de ninguna boca evocó pasiones como la que en mí hubo. Solo ella y hacia ella. Todo, ella era todo. Solo ella y desde ella. Universo.
El tiempo te hace claudicar. Mirar hacia fuera como hacia el pasado, y no encontrar. Observar las gotas de una lluvia que se desgana sobre la tierra, una a una, despacio -con cierta calidez si fuere posible, me atrevería a afirmar, si no fuese porque, fuera, hace frío-, mojando la tierra, manchando las blancas paredes de un gris casi desaparecido, invita a la ausencia, al ensimismamiento, a la huida a los paraísos perdidos.
Es un otoño hermoso este en que me hallo, preñado de amarillos y de rojos, de ida entre las hojas, de llanto quedo por aquello ido de hace tanto que ya un manto blanco comienza a cubrir los espacios donde soy. Y ella es muerta y yo aún soy.
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XY. 1

La línea del cielo balanceándose, sacudiéndose arriba y abajo. Miro arriba. Es todo lo que puedo hacer.

Un conejo sale de su madriguera. Es raro. Se rasca la oreja mientras me mira. Un hombre, a lo lejos, lleva un arma, o lo parece. Tres buhos vuelan en este día que parece noche.
Es un erial de almas, de luz, de color.
El conejo se hiergue, me mira y se introduce en la madriguera.
Los colores pertenecen a nuestras miradas de cuando aún buscábamos...
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En el departamento blanco porque no es propio. Un espacio de suficiencia y sobrevivencia. En un lugar. Azaroso en la distancia. Con condiciones de vida urbana pasajera. Agua, luz, lavadora y plancha. Computador y toda imaginable mercancía que pasó por el puerto de Nápoles, en Italia. Por lo que he leído. Por lo que me han contado. Por lo que podría citar.

Así estaba. Un día antes de la Llegada. Del Arribo Fantasmal. De las profecías. Del desastre. Del caos de la tierra, de la urbe, de la vida en la ciudad.    

Así partía la cabeza de inútiles actividades. Desde cierto punto de vista, estupideces. Desde otro(s), sublimación y nobleza. Así, en la cama, descansando de una operación. La peor de las razas humanas. La mutilación. Así estaba. En un eriazo sitio. En una más de las vacaciones soñadas. Esas que nunca se dan.

El viento sí llega a mover cortinas no tan livianas. Trae el viento, consigo de abajo, de un poco más allá, las voces de personas mezcladas con un rugido constante de olas. Gritos. La voz de las personas cuando se acerca una ola. Manifestación instintiva y popular. Esa que llega de la playa del lado, aquí a un costado. En un sector de la ciudad. Un casco urbano antiguo. El Morro. La playa Bellavista. Punta Dos y otras olas más.

En sus mañanas el humano parece ordenado. Calmo y de brillo en su imagen. Baja a posar en la arena. Donde pocos van a esas horas. Donde otros están en las olas, desde hace horas atrás. Otros más en un bote más adentro. Pero eso es otra historia. Otro lugar.

Pocos bajan en las mañanas. Y la playa se ve bien. O sea, se ve bonita. El lugar, tira pinta. Acoge. Invita a tomar sol y nadar. Comer lo que quieras. Lo que sea, lo venderán. Tendrás calor y calma. Un relajo bajo ritmo de mar. De esos trozos de sentido luego de arduas jornadas.

No es la élite local, menos nacional. Aquí más bien viene el gentío. La people. Aquí rodea la historia. El heroísmo intrínseco de una historia de ciudad. De guerra y de competencia. Con identidad. Más que la cresta de identidad.

Así estaba. Pensando en lo que veía. Haciendo las mismas preguntas de todos los días. De toda la vida. De la esquizofrenia/primer brote que lo seguía. Al parecer. Que, no siendo diagnosticada, hacía de la cabeza más de una persona. Y, sin embargo, una vida no muy extraña. Más bien normal. Demasiado normal.

Miró hacía arriba una vez que subió las cortinas. Fue ahí que vio ese destello extraño. Que terminó por abrir el cielo como una pared. Y acabó con la vida de la ciudad. Con la de quienes habían logrado escapar de las hormigas.

El desastre se inició justo dos minutos después.                 
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