Terminó el preludio. Y comenzó el discurso: los teléfonos callan tan bien como asesinan. Y yo estaba muerto, asesinado en el sofá silencioso. La casa toda transpiraba ausencia. Los espejos en el baño me reflejaron: yo era un cadáver frente al abismo. Mi abismo. Sin embargo, la noche era hermosa e incluso mi mueca de fósil podría semejar una sonrisa en mi rostro sin color. Salí al mundo pues, con mis galas de espectro. Todo fue muy sonoro, espléndido, con luces de colores y fuegos de artificio, pero a la conclusión una multitud, inmutable, aplastó mi cuerpo, y con indiferencia de plaga caminó sobre mis restos. Alcé como pude unas palabras, que nacieron quebradas, rotas. De vuelta a casa las fui reconstruyendo. Las palabras eran una frase. Tenía exclamaciones, acentos, entonación. Tildes en su sitio. En una calle solitaria la recité bien alto, y sonó su eco en el vacío. Una esquina de destellos me susurró entonces campos de batalla, me animó a la guerra. Grita, y volverás a ser, la vi decir. Pero era mayo. Un mayo bañado en domingo, que invita más bien a la guarida. Ya en casa yací en paz. Y tuve pulsaciones, casi nostalgias. Mañana es lunes, me dije, y lo grité a media noche. Mañana es lunes, y he llenado de palabras los bolsillos.
(Versión en prosa [Para el Taller literario Fernando Quiñones] del poema No quiero odiar)
Foto: jose rasero
Foto: jose rasero
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